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De El orden de la memoria. El tiempo como imaginario .. II parte. Capítulo I. Barcelona: Paidós, 1991. Pp 131-183
El concepto de memoria es un concepto crucial. Si
bien este artículo está dedicado exclusivamente a la memoria como
partícipe de las ciencias humanas (y sustancialmente de la historia y de
la antropología) -tomando por eso en consideración sobre todo la
memoria colectiva más que la individual- tiene en cuenta describir
sumariamente la nebulosa memoria dentro de la esfera científica en su
conjunto.
La memoria, como capacidad de conservar
determinadas informaciones, remite ante todo a un complejo de funciones
psíquicas, con el auxilio de las cuales el hombre está en condiciones de
actualizar impresiones o informaciones pasadas, que él se imagina como
pasadas.
Bajo este aspecto, el estudio de la memoria penetra
en la psicología, en la parapsicología, en la neurofisiología, en la
biología y, para las perturbaciones de la memoria --en las que la
principal es la amnesia-, en la psiquiatría [véase Meudlers, Brion y
Lieury, 1971; Flores, 1972].
Algunos aspectos del estudio de la memoria, dentro
de una u otra de esas ciencias, pueden denunciar, ya de modo metafórico,
ya de modo concreto, aspectos y problemas de la memoria histórica y de
la memoria social [véase Morin y Piattelli Palmarini, 1974].
El concepto de conocimiento, importante para el
período de adquisición de la memoria, lleva a interesarse por variados
sistemas de educación de la memoria existentes en las diferentes
sociedades y en épocas diversas: la mnemotécnica.
Todas las teorías que, cual más cual menos, apuntan
a la idea de una actualización más o menos mecánica de las huellas
mnésicas, han sido abandonadas en favor de concepciones más complejas de
la actividad mnemónica del cerebro y del sistema nervioso: «El proceso
de la memoria en el hombre hace intervenir no sólo la preparación de
recorridos, sino también la relectura de tales recorridos», y «los
procesos de relectura pueden hacer intervenir centros nerviosos
complicadísimos y gran parte de la corteza cerebral», con la condición
de que exista «un cierto número de centros cerebrales especializados en
fijar el recorrido mnésico» [Changeux, 1972, pág. 356].
En particular, el estudio de la adquisición de la
memoria en el niño ha dado un modo de constatar la gran función que
tiene la inteligencia [véase Piaget e Inhelder, 1968]. En la línea de
esta tesis, Scandia de Schonen afirma: «La característica de los
comportamientos perceptivo-cognoscitivos que nos parece fundamental es
el aspecto activo, constructivo de tales comportamientos»[1974, pág.
294]; Y agrega: «He aquí por qué podemos concluir auspiciando que
tuvieron lugar ulteriores investigaciones que tienen por objeto el
problema de la actividad mnésica, que se dirigen hacia el problema de
las actividades perceptivo-cognoscitivas, en el ámbito de las
actividades dirigidas ya para organizarse de modo nuevo dentro de una
misma situación, ya para adaptarse a situaciones nuevas. Quizá sólo
pagando este tributo lograremos un día captar la naturaleza del recuerdo
humano, que tan admirablemente pone en situación difícil nuestra
problemática» [ ibid., pág. 302].
De aquí derivan varias concepciones recientes de la
memoria, que ponen el acento sobre los aspectos de estructuración,
sobre las actividades de autoorganización. Los fenómenos de la memoria,
ya en sus aspectos biológicos, ya en los psicológicos, no son más que
los resultados de sistemas dinámicos de organización, y existen sólo en
cuanto la organización los conserva o los reconstituye.
De ese modo algunos estudiosos han sido inducidos a
apoyar la memoria en los fenómenos que ingresan directamente en la
esfera de las ciencias humanas y sociales.
Pierre Janet, por ejemplo, «sostiene que el acto
mnemotécnico fundamental es el "comportamiento narrativo", que él
caracteriza ante todo basándose en su función social puesto que es una
comunicación de una información, hecha por otros a falta de
acontecimiento o del objeto que constituye el motivo de éste» [Flores,
1912, pág. 12]. Aquí interviene el «lenguaje, también producto social»
[lbid.]. Así Atlan, estudiando los sistemas autoorganizadores, pone en
contacto «lenguajes y memorias». «El empleo de un lenguaje hablado, Y
luego escrito, representa en efecto una extensión formidable de las
posibilidades de alcance de nuestra memoria, la cual, gracias a eso,
está en condiciones de salir fuera de los límites físicos de nuestro
cuerpo para depositarse ya en otras memorias, ya en las bibliotecas.
Esto significa que, antes de haber hablado o escrito, un dato
lingüístico existe bajo forma de alarma de la información en nuestra
memoria» [1972, pág. 461].
Aún más evidente es que después de las turbaciones
de la memoria que, junto a la amnesia, pueden manifestarse también a
nivel del lenguaje con la afasia, en muchos casos deben explicarse
también a la luz de las ciencias sociales. Por otra parte, a nivel
metafórico pero significativo, la amnesia no es sólo una perturbación en
el individuo, sino que determina perturbaciones más o menos graves de
la personalidad y, del mismo modo, la ausencia o la pérdida, voluntaria o
involuntaria de memoria colectiva en los pueblos y en las naciones,
puede determinar perturbaciones graves de la identidad colectiva.
Los lazos entre las diversas formas de memoria
pueden, por lo demás, presentar caracteres no metafóricos, sino reales.
Goody, por ejemplo, observa: «En todas las sociedades, los individuos
retienen un gran número de informaciones en su patrimonio genético, en
la memoria a largo alcance y, al mismo tiempo, en la memoria activa»
[1977a, pág. 35].
Leroi-Gourhan considera la memoria en sentido muy
lato, distinguiendo de ésta tres tipos: memoria especifica, memoria
étnica y memoria artificial: «La memoria, en esta obra; está entendida
en un sentido muy amplio. No es una propiedad de la inteligencia, sino
la base, cualquiera que sea, sobre la que se registran las
concatenaciones de los actos. Podemos a este respecto hablar de una
"memoria específica" para definir la fijación de los comportamientos de
las especies animales, de una memoria "étnica", que asegura la
reproducción de las comportamientos en las sociedades humanas, y, del
mismo modo, de una memoria "artificial", electrónica, en su forma más
reciente, que procura, sin deber recurrir al instinto o a la reflexión,
la reproducción de actos mecánicos concatenados» [1964, 1965].
En época muy reciente, los desarrollos de la
cibernética y de la biología han enriquecido considerablemente, sobre
todo metafóricamente, en conexión con la memoria humana consciente, el
concepto de memoria. Se habla de memoria central de las calculadoras, y
el código genético es presentado como una memoria de la herencia
biológica [véase Jacob, 1970]. Pero esta extensión de la memoria a la
máquina y a la vida, y paradójicamente a la una y a la otra en conjunto,
ha tenido una repercusión directa sobre las investigaciones llevadas a
cabo por los psicólogos en torno a la memoria, haciéndolas pasar de un
estadio eminentemente empírico a un estadio más teórico: «A partir de
1950, los intereses giraron radicalmente, en parte por la influencia de
ciencias nuevas como la cibernética y la lingüística, para desembocar en
un camino más decididamente teórico» [Lieury, en Meudlers, Brion y
Lieury, 1971, pág. 789].
Por último, los psicólogos y los psicoanalistas han
insistido, ya a propósito del recuerdo, ya a propósito del olvido (en
particular sobre la guía de los estudios de Ebbinghaus), sobre las
manipulaciones, conscientes o inconscientes, ejercitadas sobre la
memoria individual por los intereses de la afectividad, de la
inhibición, de la censura. Análogamente, la memoria colectiva ha
constituido un hito importante en la lucha por el poder conducida por
las fuerzas sociales. Apoderarse de la memoria y del olvido es una de
las máximas preocupaciones de las clases, de los grupos, de los
individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas. Los
olvidos, los silencios de la historia son reveladores de estos
mecanismos de manipulación de la memoria colectiva.
El estudio de la memoria social es uno de los modos
fundamentales para afrontar los problemas del tiempo y de la historia,
en relación con lo cual la memoria se encuentra ya hacia atrás y ya más
adelante.
En el estudio histórico de la memoria histórica es
necesario atribuir una importancia particular a las diferencias entre
sociedad de memoria esencialmente oral y sociedad de memoria
esencialmente escrita, y a períodos de transición de la oralidad a la
escritura, eso que Jack Goody llama «la domesticación del pensamiento
salvaje».
Por lo tanto, serán estudiadas en orden: 1) la
memoria étnica en las sociedades sin escritura, denominadas «salvajes»;
2) el desarrollo de la memoria de la oralidad a la escritura, de la
prehistoria a la antigüedad; 3) la memoria medieval, el equilibrio entre
lo oral y lo escrito; 4) los progresos de la memoria escrita, desde el
siglo XVI a nuestros días; 5) las mutaciones actuales de la memoria.
Esta impostación se inspira en la de André
Leroi-Gourhan: «La historia de la memoria colectiva se puede dividir en
cinco períodos; el de la transmisión oral, el de la transmisión escrita
mediante tablas o índices, el de las simples esquelas, el de la
mecanografía y el de la clasificación electrónica por serie»
[1964-1965].
Se cree preferible, a fin de poner mejor en relieve
los lazos entre historia y memoria que constituyen el horizonte
principal del presente capítulo, mencionar aparte la memoria en las
sociedades sin escrituras antiguas o modernas, distinguiendo en la
historia de la memoria, en aquellas sociedades que disponen al mismo
tiempo de la memoria oral y de la escrita, la fase antigua de predominio
de la memoria oral en la que la memoria escrita o figurada tiene
funciones particulares, la fase medieval de equilibrio entre las dos
memorias en la que se verifican transformaciones importantes en las
funciones de entrambas, la fase moderna de progresos decisivos de la
memoria escrita ligada a la impresión y a la alfabetización, reagrupando
en compensación las mutaciones, acaecidas en el último siglo, de
aquello que Leroi-Gourhan llama «la memoria en expansión».
1. La memoria étnica
A diferencia de Leroi-Gourhan, que aplica este
término a todas las sociedades humanas, se prefiere aquí restringir el
uso de ésta para designar la memoria colectiva entre los pueblos sin
escritura. Obsérvese, aun sin insistir en ello, pero sin olvidar tampoco
la importancia del fenómeno, que la actividad mnésica fuera de la
escritura es una actividad constante no sólo en las sociedades sin
escritura, sino también en aquellas que disponen de la escritura. Goody
lo ha recordado recientemente muy a propósito: «En la mayor parte de las
culturas sin escritura, y en numerosos sectores de la nuestra, la
acumulación de elementos dentro de la memoria forma parte de la vida
cotidiana» [1977a, pág. 35].
Esta distinción entre culturas orales y culturas
escritas en relación con las incumbencias confiadas a la memoria parece
fundarse sobre el hecho de que las relaciones entre estas culturas se
colocan a mitad de camino entre dos corrientes que se equivocan ambas
radicalmente, «una al afirmar que todos los hombres tienen las mismas
posibilidades, la otra al establecer, implícita o explícitamente, una
mayor distinción entre "ellos" y "nosotros"» [ibid., pág. 45]. Es cierto
sí que la cultura de los hombres sin escritura presenta diferencias,
pero no por esto es distinta.
La esfera principal en la que se cristializa la
memoria colectiva de los pueblos sin escritura es la que da un
fundamento -aparentemente histórico- a la existencia de etnias o de
familias, es decir, los mitos de origen.
Balandier, mencionando la memoria histórica de los
habitantes del Congo, observa: «Los inicios aparecen tanto más
exaltantes cuanto menos precisos sobreviven en el recuerdo. El Congo no
ha sido jamás tan vasto como en el tiempo de su historia oscura» [1965,
pág. 15].
Nadel distingue, a propósito de los nupes de
Nigeria, dos tipos de historia: por un lado la historia que él llama
«objetiva», y que es «la serie de hechos que buscamos, describimos y
establecemos sobre la base de ciertos criterios "objetivos" universales
que observan sus vínculos y su sucesión» [1942, ed. 1969, pág. 72], Y
por el otro, la historia que él denomina «ideológica» y que «describe y
ordena tales hechos sobre la base de ciertas tradiciones consolidadas»
[ibid.]. Esta segunda historia es la memoria colectiva, que tiende a
confundir la historia con el mito. Y tal «historia ideológica» se dirige
preferentemente a los «principios del reino», al «personaje de Tsoede o
Edegi, héroe cultural y mítico fundador del reino nupe» [ibid.]. La
historia de los inicios se convierte de ese modo, para retomar una
expresión de Malinowski, en un «cantar mítico» de la tradición.
Esta memoria colectiva de las sociedades «salvajes»
se interesa de modo un tanto particular por los conocimientos
prácticos, técnicos y del saber profesional. Para el aprendizaje de esta
«memoria técnica», como observa Leroi-Gourhan «en las sociedades
agrícolas y en el artesanado la organización social de los oficios
reviste una función importante, se trate de los herreros de Africa o de
Asia, o de nuestras corporaciones hasta el siglo XVII. El aprendizaje y
la conservación de los secretos del oficio tienen lugar en cada célula
social de la tribu» [1964 - 1965]. Condominas [1965] ha encontrado entre
los moíes del Vietnam central la misma polarización de la memoria
colectiva en tomo a los tiempos de los orígenes y a los héroes míticos.
Esta atracción del pasado ancestral sobre la «memoria salvaje» se
verifica también a través de los nombres propios. En el Congo, observa
Balandier, después de que el clan ha Impuesto al neonato un primer
nombre, llamado «de nacimiento», le es dado un segundo, más oficial, que
suplanta al primero. Este segundo nombre «perpetúa la memoria de un
antepasado -cuyo nombre es en tal modo "exhumado de nuevo"- elegido en
razón de la veneración de quien es objeto»[1965, pág. 227].
En estas sociedades sin escritura existen
especialistas de la memoria, los hombres-memoria: «genealogistas»,
custodios de los códices reales, historiadores de corte,
«tradicionalistas», de quienes Balandier [1974, pág. 207] dice que son
«la memoria de la sociedad» y que son al mismo tiempo los depositarios
de la historia «objetiva» y de la historia «ideológica», para retomar el
vocabulario de Nade!. Pero, además, «jefes de familia, bardos,
sacerdotes», según la enumeración de Leroi-Gourhan, quien reconoce a
estos personajes, «en la humanidad tradicional, la tarea fundamental de
mantener la cohesión del grupo» [1964-1965].
Pero es preciso subrayar que, contrariamente a
cuanto generalmente se cree, la memoria transmitida por aprendizaje en
las sociedades sin escritura no es una memoria «palabra por palabra».
Goody lo ha demostrado estudiando el mito de Bagre, recogido entre los
lodagaaes del Ghana septentrional. El ha notado las numerosas variantes
en las diversas versiones del mito, hasta en los fragmentos más
estereotipados. Los hombres-memoria, narradores en caso de necesidad, no
desarrollan la misma función que los maestros de escuela (y la escuela
no aparece sino con la escritura). En tomo a éstos no se desarrolla un
aprendizaje mecánico automático. Sino, según Goody, en las sociedades
sin escritura se dan solamente dificultades objetivas para la
memorización integral, palabra por palabra, pero está presente también
la circunstancia de que «tal género de actividad es raras veces
advertida como necesaria», «el producto de una rememorización exacta»
parece a estas sociedades «menos útil, menos apreciable de cuanto no sea
el éxito de una evocación inexacta» [1977a, pág. 38]. Por eso raras
veces se encuentra en estas sociedades la existencia de procedimientos
mnemotécnicos (uno de estos raros casos es aquel, clásico en la
literatura etnológica, del quipo peruano). La memoria colectiva parece
entonces funcionar, en estas sociedades, basada en una «reconstrucción
generativa» y no en una memorización mecánica. De ese modo, según Goody,
«el soporte de la rememorización no se coloca ni en el nivel
superficial en el cual opera la memoria de la "palabra por palabra", ni
en el nivel de las estructuras "profundas" descubiertas por numerosos
mitólogos... Parece, en cambio, que la función importante está
desarrollada por la dimensión narrativa y por otras estructuras que se
atienen a los acontecimientos» [ ibid., pág. 34].
De ese modo, mientras la reproducción mnemónica
palabra por palabra estaría ligada a la escritura, la sociedad sin
escritura, excepto algunas prácticas de memorización ne varietur, de las
cuales la principal es el canto, conceden mayor libertad y más
posibilidad creativa a la memoria.
Tales hipótesis podrían quizás explicar una
sorprendente observación de César, quien, a propósito de los druidas
galos, a quienes muchos jóvenes se vuelven para instruirse, escribe: «Se
dice que en esa escuela aprenden un gran número de versos. Por eso
algunos permanecen allí veinte años para este aprendizaje. No creen, sin
embargo, lícito transcribir los dogmas de su ciencia, mientras que para
casi todos los otros asuntos y para las normas públicas y privadas se
sirven de la escritura griega. Me parece que han establecido esto por
dos razones: ya porque no quieren que se difunda entre el vulgo su
doctrina, ya para que los novicios, confiando en la escritura, no sean
menos diligentes en aprenderla; en efecto, a la mayoría suele sucederles
que por la ayuda de los escritos se muestran negligentes en aprender y
en el uso de la memoria» [ De bello gallico, IV, 14, 3-4].
Transmisiones de conocimientos consideradas como
secretos, voluntad de conservar en buen estado una memoria más creadora
que repetitiva; ¿no son éstas dos de las principales razones de la
vitalidad de la memoria colectiva en las sociedades sin escritura?
2. El desarrollo de la memoria: de la oralidad a la escritura, de la prehistoria a la antigüedad
En las sociedades ágrafas la memoria colectiva
parece organizarse en tomo a tres grandes polos de interés: la identidad
colectiva del grupo, que se funda sobre ciertos mitos y, más
precisamente, sobre ciertos mitos de origen; el prestigio de la familia
dominante, que se expresa en las genealogías; y el saber técnico, que se
transmite a través de fórmulas prácticas fuertemente impregnadas de
magia religiosa.
La aparición de la escritura está ligada a una
transformación profunda de la memoria colectiva. A comienzos del
«medievo paleolítico» aparecen figuras en las cuales se han querido ver
«mitogramas», paralelos a la «mitología» que se desarrolla, en cambio,
en el orden verbal. La escritura permite a la memoria colectiva un doble
progreso, el desenvolverse en dos formas de memoria. La primera es la
conmemoración, la celebración de un evento memorable por obra de un
monumento celebratorio. La memoria asume entonces la forma de la
inscripción, y ha llevado, en época moderna, al nacimiento de una
ciencia auxiliar de la historia, la epigrafía. El mundo de las
inscripciones es, de cualquier modo que sea, muy variado; Robert ha
puesto en evidencia la heterogeneidad de éste: «Las runas, la epigrafía
turca del Orkhon, las epigrafías fenicia o neopúnica o hebraica o sabea o
irania, o la epigrafía árabe o las inscripciones khmer son cosas muy
diversas entre sí» [1961, pág. 453]. En el antiguo Oriente, por ejemplo,
las inscripciones conmemorativas han conducido a la multiplicación de
monumentos tales como las estelas o los obeliscos. En la Mesopotamia han
predominado las estelas, sobre las cuales los reyes quisieron
inmortalizar sus propias empresas por medio de representaciones
figuradas acompañadas de una inscripción, hasta el III milenio, como
atestigua la estela de los avvoltoes (París, Museo del Louvre), donde el
rey Eannatum de Lagash, en tomo al 2470, hizo custodiar, gracias a
imágenes e inscripciones, el recuerdo de una victoria. Los reyes acadios
recurrieron, más que nadie, a esta forma conmemorativa, y su estela más
célebre es la de Naram-Sin, en Susa; en ella el rey quiso que se
perpetuase la imagen de un triunfo logrado sobre los pueblos de Zagros
(París, Museo del Louvre). En época asiria la estela asumió forma de
obelisco, como el de Assurbelkala (finales del II milenio) en Nínive
(Londres, British Museum) y el obelisco negro de Salmanassar III,
proveniente de Ninr u d, que inmortaliza una victoria de aquel rey sobre
los hebreos ( 853 a .c.; Londres, British Museum). A veces el monumento
conmemorativo carece de inscripción y su significado permanece oscuro,
como en el caso de los obeliscos de Biblos (comienzos del II milenio)
[véase Deshayes, 1969, págs. 587 y 613; Budge y King, 1902; Luckenbill,
1924; Ebeling, Meissner y Weidner, 1926]. En el antiguo Egipto las
estelas cumplieron múltiples funciones de perpetuación de una memoria;
estelas funerarias que, como en Abido, conmemoran un peregrinaje a una
tumba de familia, o que cuentan la vida del muerto, como la de
Amenernhet bajo Tutmosis III; estelas reales que conmemoran victorias,
como la llamada de Israel bajo Mineptah (alrededor de 1230), único
documento egipcio que hace mención de Israel, probablemente en el
momento del éxodo; estelas jurídicas, como la de Karnak (se recuerda que
la más célebre de estas estelas jurídicas de la antigüedad es aquella
sobre la cual Hammurabi, rey de la primera dinastía babilónica entre
1792 y el 1750 a .c., hizo esculpir su código, conservada en el Museo
del Louvre, en París); estelas sacerdotales, sobre las cuales los
sacerdotes hacían inscribir sus privilegios [véase Daumas, 1965, pág.
639]. Pero la gran época de las inscripciones fue la de Grecia y de Roma
antiguas; Robert ha dicho a propósito: «Se podría hablar, respecto de
los países griegos y romanos, de una "civilización de la epigrafía"»
[1961, pág. 454]. En los templos, en los cementerios, sobre las plazas y
avenidas de la ciudad, a lo largo de las calles incluso «en el corazón
de la montaña, en la gran soledad», las incripciones se acumulaban
llenando el mundo grecorromano de un extraordinario esfuerzo de
conmemoración y perpetuación del recuerdo. La piedra, y más
frecuentemente el mármol, servía de soporte a un exceso de memoria.
Estos «archivos de piedra» añadían a la función de los archivos
propiamente dichos un carácter de publicidad que insistía, que apuntaba a
la ostentación y a la durabilidad de esa memoria lapidaria y marmórea.
La otra forma de memoria ligada a la escritura es
el documento escrito sobre un soporte específicamente destinado a la
escritura (después intentos sobre hueso, estofa, piel, cilindros y, a
veces, arcilla o cera, como en la Mesopotamia ; cortezas de abedul, como
en la antigua Rusia; hojas de palmeras, como en la India ; caparazones
de tortuga, como en China; y finalmente papiro, pergamino y papel). Pero
conviene observar que, como se ha intentado hacerlo ver en otro sitio
[véase más adelante págs. 227-37], todo documento tiene en sí un
carácter de monumento y no existe una memoria colectiva bruta.
En este tipo de documento la escritura tiene dos
funciones principales: «Una es el golpe imprevisto de la información,
que consiste en comunicar a través del tiempo y del espacio, y que
procura al hombre un sistema de marcación, de memorización y de
registro», mientras la otra, «asegurando el pasaje de la esfera auditiva
a la visual», consiste en permitir «reexaminar, disponer de otro modo,
rectificar las frases incluso hasta las palabras aisladas» [Goody,
1977b, pág. 78].
Para Leroi-Gourhan, la evolución de la memoria,
ligada a la aparición y la difusión de la escritura, depende
esencialmente de la evolución social y particularmente del desarrollo
urbano: «La memoria colectiva, al nacer de la escritura, no debe romper
su movimiento tradicional si no es porque tiene interés en fijarse de
modo excepcional en un sistema social en sus inicios. No es pues pura
coincidencia si la escritura anota lo que no se fabrica ni se vive
cotidianamente, sino lo que constituye la osamenta de una sociedad
urbanizada, para la cual el nudo del sistema vegetativo está constituido
por una economía de circulación entre productores, celestes o humanos, y
dirigentes. La innovación apunta al vértice del sistema e incluye
selectivamente los actos financieros y religiosos, las consagraciones,
las genealogías, el calendario, todo aquello que, en las nuevas
estructuras de la ciudad, no puede fijarse en la memoria de modo
completo ni en la concatenación de gestos, ni en productos» [1964-1965].
Las grandes civilizaciones, en Mesopotamia, Egipto,
China o en la América precolombina, civilizaron en primer lugar la
memoria escrita para el calendario y las distancias. «El conjunto de los
hechos destinados a sobrepasar las generaciones siguientes» [ibid.], se
reduce a la religión, a la historia y a la geografía. «El triple
problema del tiempo, del espacio y del hombre constituye la materia de
la memorización» [ibid.].
Memoria urbana, memoria real también. No sólo «la
ciudad capital se convierte en el perno del mundo celeste y de la
superficie humanizada» [ibid.] (y el punto focal de una política de la
memoria), sino que el rey en persona despliega, en toda la extensión
sobre la que tiene autoridad, un programa de memorización del que él es
el centro.
Los reyes crean para sí instituciones-memoria:
archivos, bibliotecas, museos. Zimri-Lim (1782- 59 a .c. circa) hace de
su palacio de Mari, donde se han encontrado innumerables tablitas, un
centro archivístico. En R a s .amra, en Siria, las excavaciones del
edificio de los archivos reales de Ugarit han permitido encontrar tres
depósitos de archivos en el palacio: archivos diplomáticos, financieros y
administrativos. En este mismo palacio se encontraba, en el II milenio
a.C, una biblioteca, y en el siglo VII a.C era célebre la biblioteca de
Assurbanipal en Nínive. En época helenística florecieron la gran
biblioteca de Pérgamo, fundada por Atalo, y la celebérrima biblioteca de
Alejandría en el famoso museo, creación de los Tolomeos.
Memoria real, puesto que los reyes hacen componer y
a veces inscribir en la piedra de los anales (o al menos fragmentos de
éstos) donde están narradas especialmente sus gestas y que conducen a la
frontera donde la memoria se hace historia.
En el antiguo Oriente, antes de la mitad del II
milenio, no se encuentran más que listas dinásticas y relatos
legendarios de héroes reales, como Sargon o Naram-Sin. Más tarde los
soberanos hacen redactar a sus escribas narraciones más detalladas de
sus reinos, en las cuales sobresalen victorias militares, ventajas de su
justicia y progreso del derecho: los tres dominios dignos de ofrecer
ejemplos memorables a los hombres del futuro. Parece que en Egipto,
después de la invención de la escritura, poco antes del inicio del nI
milenio y hasta finales de la soberanía indígena, en época romana, han
sido redactados con continuidad los anales reales. Pero el ejemplar sin
duda único, conservado sobre el frágil papiro, ha desaparecido. No
quedan de éste más que pocos fragmentos grabados sobre la piedra [véase
Daumas, 1965, pág. 579].
En China los antiguos anales reales sobre bambú
datan sin duda del siglo IX a.C; ellos contenían especialmente las
consultas y las respuestas de los oráculos, que formaron «un amplio
repertorio de recetas de gobierno», y «la función de archivistas
perteneció poco a poco a los adivinos; éstos eran los custodios de los
acontecimientos memorables de cada reino» [Elisseeff, 1979, pág. 50].
Memoria funeraria, finalmente, como nos dan
testimonio, entre otras, las estelas griegas y los sarcófagos romanos:
memoria que ha tenido un rol capital en la evolución del retrato.
Con el pasaje de lo oral a lo escrito, la memoria
colectiva, y más en particular la «memoria artificial», sufre una
profunda transformación. Como se ha visto, Goody estima que la aparición
de procedimientos mnemotécnicos, que permiten la memorización «palabra
por palabra» está ligado a la escritura. Es, sin embargo, de la opinión
que la existencia de la escritura «comporta además modificaciones dentro
de la misma psiquis», y «que no se trata simplemente de una nueva
habilidad técnica, de una cosa asimilable, por ejemplo, a un
procedimiento mnemotécnico, sino de una nueva actitud intelectual»
[1977b, págs. 108-9]. En lo profundo de esta nueva actividad del
espíritu Goody coloca la lista, la sucesión de palabras, de conceptos,
gestos, operaciones por efectuarse en un cierto orden, y que permite
«descontextualizar» y «recontextualizar» un dato verbal, sobre la imagen
de una «recodificación lingüística». Al sostener tal tesis, Goody
recuerda la importancia que en las antiguas civilizaciones tuvieron las
listas de léxicos, glosarios, tratados de onomástica, fundados sobre la
idea según la cual denominar es conocer. Subraya la importancia de las
listas sumerias llamadas Proto-Izi en las que individualiza uno de los
instrumentos de la irradiación mesopotámica: «Esta clase de método
educativo fundado sobre la memorización de listas de léxicos tuvo un
área de extensión que sobrepasaba ampliamente la Mesopotamia y cumplió
un rol importante en la difusión de la cultura mesopotámica y en la
influencia por ella ejercida sobre las zonas limítrofes: Irán, Armenia,
Asia Menor, Siria, Palestina y hasta el Egipto en la época del Imperio
Nuevo» [ ibid., pág. 99].
Es necesario agregar, sin embargo, que este modelo
debe de haberse perdido en la corriente del tipo de sociedad y del
momento histórico en lo que sucede el pasaje de uno a otro tipo de
memoria. No es posible aplicarlo sin diversificaciones a la transición
de lo oral a lo escrito en las sociedades antiguas, en las sociedades
«salvajes» modernas o contemporáneas, en la sociedades europeas
medievales o en las sociedades musulmanas. Eickelmann [1978] ha mostrado
que en el mundo musulmán un tipo de memoria fundado sobre la
memorización de una cultura oral y escrita a un mismo tiempo, dura hacia
finales de 1430, luego cambia y hace pensar en los lazos fundamentales
entre escuela y memoria en todas las sociedades.
Los más antiguos tratados egipcios de onomástica,
inspirados quizá sobre modelos sumerios, no se remontan más que
alrededor de principios del 1100 a .C [véase Gardiner, 1947, pág. 38].
En efecto, ocurre preguntarse a qué cosa está
ligada, a su vez, esta transformación de la actividad intelectual
revelada por la «memoria artificial» escrita. Se ha pensado en la
necesidad de memorización de valores numéricos (marcas regulares,
cuerdas con nudo, etc.) y en un vínculo con el desarrollo del comercio.
Es preciso ir más allá y situar esta expansión de las listas en el
ámbito de la instauración del poder monárquico. La memorización por
medio del inventario, la lista jerarquizada no es sólo una actividad
dirigida a una nueva organización del saber, sino un aspecto de la
organización de un poder nuevo.
También al período real en la Grecia antigua, es
preciso hacer remontar aquellas listas de las que se encuentra un eco en
los poemas homéricos. En el canto II de la IIíada se encuentran, uno
después del otro, el elenco de las naves, después el de los guerreros
más valerosos y de los mejores caballos aqueos, e inmediatamente después
el elenco del ejército troyano. «El conjunto forma alrededor de la
mitad del canto II, en total casi 400 versos, compuestos casi
exclusivamente de un séquito de nombres propios, lo que presupone un
verdadero descanso de la memoria» [Vernant, 1965].
Con los griegos se percibe, de modo clarísimo, la
evolución hacia una historia de la memoria colectiva. Transcribiendo un
estudio de Ignace Meyerson de la memoria individual a la memoria
colectiva tal como aparece en la antigua Grecia, Vemant observa que «la
memoria, en la medida en que se distingue de la rutina, representa una
difícil invención, la conquista progresiva, por parte del hombre, de su
pasado individual, así como la historia constituye para el grupo social
la conquista de su pasado colectivo» [ibid., pág. 41]. Pero entre los
griegos, así como la memoria escrita viene a agregarse a la memoria
oral, transformándola, así análogamente la historia viene a ampliar la
memoria colectiva, modificándola pero sin destruirla. No se puede sino
estudiar las funciones y la evolución de esta última. Divinización,
luego laicización de la memoria, nacimiento de la µ ???t???? ; tal el
rico panorama ofrecido por la memoria colectiva griega entre Hesíodo y
Aristóteles, entre los siglos VIII y IV.
El pasaje de la memoria oral a la memoria escrita
es, por cierto, difícil de asir. Pero una institución y un texto pueden
quizás ayudamos a reconstruir cuanto debe de haber sucedido en la Grecia
arcaica.
La institución es la del µ ?? µ ?? , que «consiste
en observar el acontecimiento, en directo, de una función social de la
memoria» [Gernet, 1968, pág. 285]. El µ ?? µ ?? es un individuo que
custodia el recuerdo del pasado en vista a una decisión de justicia.
Puede tratarse de un individuo cuyo rol de «memoria» está limitado a una
operación ocasional. Teofrasto, por ejemplo, refiere que en la ley de
Turi los tres vecinos más cercanos al poder vendido reciben una moneda
«a fin de que recuerden y ofrezcan testimonio». Pero también puede
tratarse de una función duradera. La aparición de estos funcionarios de
la memoria exige fenómenos ya mencionados más arriba: el vínculo con el
mito, con la urbanización. En la mitología y en la leyenda, el µ ?? µ ??
es el servidor de un héroe que lo acompaña siempre para recordarle un
orden divino cuyo olvido tendría, como consecuencia, la muerte. Los µ ??
µo ?e? son utilizados por los p ó ?e?? como magistrados encargados de
custodiar en su memoria lo que es útil en materia religiosa (en
particular respecto del calendario) y jurídica. Con el desarrollo de la
escritura, estas «memorias vivientes» se transformaron en archivistas.
Por otra parte, Platón en el Pedro (274c-275b) pone
en boca de Sócrates la leyenda del dios egipcio Thot, patrono de los
escribas y de los funcionarios literarios, inventor de los números, del
cálculo, de la geometría y de la astronomía, del juego del tablero y de
los dados y de las letras del alfabeto. En esa circunstancia Sócrates
observa que, al hacerla, el
13 www.cholonautas.edu.pe / Biblioteca Virtual de
Ciencias Sociales dios ha transformado la memoria, contribuyendo,
empero, sin ninguna duda, antes bien a debilitarla que a desarrollarla;
el alfabeto «generará olvido en las almas de quienes lo aprendan; éstos
dejarán de ejercitar la memoria puesto que fijándose en el texto traerán
las cosas a la mente no más del interior de ellos mismos, sino de
fuera, a través de signos extraños: lo que tú has encontrado no es una
receta para la memoria, sino para reclamar a la mente» [ibid., 275a]. Se
ha pensado que este pasaje evoca una supervivencia de las tradiciones
de memoria oral [véase Notopoulos, 1938, pág. 476].
La cosa más notable es, indudablemente, «la
divinización de la memoria y la elaboración de una amplia mitología del
recuerdo en la Grecia arcaica», como bien dice Vemant [1965], que
generaliza su observación: «En las diversas épocas y en las diversas
culturas existe solidaridad entre las técnicas de rememoración
practicadas, la organización interna de las funciones, su puesto en el
sistema del yo y la imagen que los hombres se hacen de la memoria»
[ibid.].
Los griegos de la edad arcaica hicieron de la
memoria una diosa, Mnemosine. Es la madre de las nueve musas, por ella
generadas en nueve noches transcurridas en compañía de Zeus. Ella
reclama a la mente de los hombres el recuerdo de los héroes y de sus
grandes gestas y preside la poesía lírica. El poeta es, por lo tanto, un
hombre poseído por la memoria, el aedo es un adivino del pasado, así
como el adivino lo es del futuro. El es el testimonio inspirado de los
«tiempos antiguos», de la edad heroica y, aún más, de la edad de los
orígenes.
La poesía, identificada con la memoria, hace de
ésta un saber e incluso una sabiduría, una s?f?a . El poeta tiene su
puesto entre los «maestros de verdad» [véase Detienne, 1967], y en los
orígenes de la poética griega la palabra poética es una inscripción
viviente que se imprime en la memoria como en el mármol [véase Svenbro,
1976]. Para Hornero -se ha dicho-- componer versos era recordar.
Mnemosine, revelando al poeta los secretos del
pasado, lo introduce en los misterios del más allá. La memoria resulta
entonces un don para iniciados, y el a?? µ ??s?s , la reminiscencia, al
mismo tiempo una técnica ascética y mística. La memoria tiene por eso
una función de primer plano en las doctrinas órficas y pitagóricas: es
el antídoto del olvido. En el infierno órfico el muerto debe evitar la
fuente del olvido, no beber del Leteo sino apagar la sed, en cambio, en
la fuente de la Memoria , que es fuente de inmortalidad.
Entre los pitagóricos tales creencias se combinan
con una doctrina de la reencarnación de las almas y la vía de la
perfección es la que conduce a acordarse de todas las vidas anteriores.
Lo que, a los ojos de los adeptos de estas sectas, hacía de Pitágoras un
intermediario entre el hombre y Dios es el hecho de que él había
conservado el recuerdo de sus sucesivas reencarnaciones, en particular
su existencia durante la guerra de Troya bajo los despojos de Euforbo,
que había sido muerto por Menelao. También Empédocles recordaba:
«También yo soy uno de éstos, desterrado por el dios y vagabundo... Un
tiempo fui muchacho y muchacha, arbusto, pájaro y mudo pez que salta
fuera del mar» [en Diels y Kranz, 1951,31 B. 115 Y 117].
Los «ejercicios de memoria» ocupaban por tanto, en
el aprendizaje pitagórico, amplio espacio. Epiménides, según Aristóteles
[Retórica, 1418a, 27], llegaba de tal modo a un éxtasis que le abría el
recuerdo del pasado.
Pero, como observa actualmente Vernant, «la
trasposición de Mn e mosyn e del plano de la cosmología al de la
escatología modifica todo el equilibrio de los mitos de memoria» [1965].
Esta exclusión de la memoria del tiempo separa
radicalmente la memoria de la historia. «El esfuerzo de rememoración
predicado y exaltado en el mito no manifiesta el renacimiento de un
interés por el pasado, ni un intento de exploración del tiempo humano»
[ibid.]. Así, siguiendo su orientación, la memoria puede conducir a la
historia, o bien alejar de ella. Cuando se pone al servicio de la
escatología, también ella se nutre de un odio verdadero y propio en la
confrontación con la historia [véase más arriba, capítulo II].
La filosofía griega, en sus máximos pensadores, no
ha reconciliado enteramente la memoria y la historia. Si, en Platón y
Aristóteles, la memoria es un componente del alma, ella no se manifiesta
empero a nivel de su parte intelectual, sino sólo desde su parte
sensible. En un célebre pasaje del Teeteto [191c-d] de Platón, Sócrates
habla del bloqueo de cera existente en nuestra alma, que es «don de
Mnemosine, la madre de las Musas», y que nos permite recibir impresiones
hechas en ellas como en un sello. La memoria platónica ha perdido el
aspecto mítico, pero no busca hacer del pasado un conocimiento: quiere
sustraerse de la experiencia temporal.
Para Aristóteles, que distingue la memoria
propiamente dicha, la µ ?? µ ? , mera facultad de conservar el pasado, y
la reminiscencia, la a?? µ ??s?s , facultad de volver a llamar
voluntariamente aquel pasado, la memoria, desacralizada, laicizada, está
«ahora incluida en el tiempo, pero en un tiempo que permanece, también
para Aristóteles, rebelde a la inteligibilidad» [Vernant, 1965]. Pero su
tratado De la memoria y la reminiscencia parecerá a los grandes
escolásticos del medioevo, Alberto Magno y Tomás de Aquino, un arte de
la memoria, parangonable con la Rhetorica ad Herennium atribuida a
Cicerón.
Pero esta laicización de la memoria, combinada con
la invención de la escritura, permite a Grecia crear nuevas técnicas de
memoria: la mnemotécnica, cuya invención es atribuida al poeta Simónides
de Ceos. La Crónica de Paros grabada sobre una estela de mármol en
torno al 264 a .C precisa incluso que en el 477 «Simónides de Ceos, hijo
de Leoprepe, el inventor del sistema de las ayudas mnemotécnicas,
obtuvo el premio del coro en Atenas» [citado en Yates, 1966]. Simónides
estaba entonces próximo a la memoria mítica y poética, compuso cantos de
alabanza a los héroes victoriosos y cantos fúnebres, por ejemplo aquel
en memoria de los soldados caídos en las Termópilas. En el De oratore
(2, 86) Cicerón ha narrado bajo forma de leyenda religiosa la invención
de la mnemotécnica por obra de Simónides. Durante un banquete ofrecido
por Escapas, un noble tesalio, Simónides declamó un poema de alabanza a
Cástor y Pólux. Escapas dijo al poeta que no le pagaría más que la mitad
del precio convenido; que pidiese la otra mitad a los mismos Dióscuros.
Poco tiempo más tarde se avisa a Simónides que dos jóvenes preguntaban
por él; él salió pero no encontró a ninguno. Pero, mientras estaba
fuera, el techo de la casa se derrumbó sepultando a Escapas y a sus
convidados, volviendo irreconocibles sus cadáveres. Simónides los
identificó recordando el orden en el cual estaban sentados a la mesa, de
modo que pudieron restituir los despojos a los respectivos familiares
[véase Yates, 1966].
De este modo Simónides fijaba dos principios de la
memoria artificial según los antiguos: el recuerdo de las imágenes,
necesario para la memoria; el apoyo sobre una organización, un orden,
esencial para una buena memoria. Pero Simónides había acelerado la
desacralización de la memoria y acentuado su carácter técnico y
profesional perfeccionando el alfabeto y haciéndose, por vez primera,
dar una compensación por sus propias composiciones poéticas [véase
Vernant, 1965].
Habría que atribuir a Simónides una distinción
capital en la mnemotécnica, entre la de los «lugares de memoria», en los
cuales pueden disponerse, por asociación, los objetos de la memoria (el
zodíaco debía pronto proveer un cuadro semejante para la memoria,
mientras que la memoria artificial se constituía como un edificio
subdividido en «compartimientos de memoria»), y las «imágenes», formas,
rasgos característicos, símbolos que permiten el recuerdo mnemónico.
Después de él aparecería otra gran distinción de la
mnemotécnica tradicional, aquella entre «memoria por las cosas» y
«memoria por las palabras», que se encuentra por ejemplo en un texto que
se retrotrae al 400 a .C circa, la Dialexeis [véase Yates, 1966].
Extrañamente, no ha llegado ningún tratado de
mnemotécnica de la Grecia antigua: ni el del sofista Hipías, quien,
según Platón (Hipias menor, 368d y sigs.), inculcaba a sus discípulos un
saber enciclopédico recurriendo a técnicas de memoria que tenían
carácter meramente positivo; ni el de Metrodoro de Escepsis, que vivió
en el siglo I a.C en la corte del rey del Ponto, Mitrídates, dotado
también él de una memoria prodigiosa, quien elaboró una memoria
artificial fundada sobre el zodíaco.
Sobre la mnemotécnica griega se tienen
informaciones sobre todo gracias a tres textos latinos que, a lo largo
de los siglos, han constituido la teoría clásica de la memoria
artificial (expresión acuñada por ellos: memoria artificiosa) la
Rhetorica ad Herennium, redactada por un anónimo maestro de Roma entre
el 86 y el 82 a .C y que el medioevo atribuía a Cicerón; el De oratore
del mismo Cicerón ( 55 a .C.) y la lnstitutio oratoria de Quintiliano,
escrita a finales del primer siglo de nuestra era.
Estos tres textos clarifican la mnemotécnica
griega, fijan la distinción entre loci e imagines, precisan el carácter
activo de tales imágenes en el proceso de rememorización (imagines
agentes) y formalizan la división entre memoria de las cosas (memoria
rerum) y memoria de las palabras (memoria verborum).
Pero sobre todas las cosas pone la memoria en el
interior del gran sistema de la retórica: que debía dominar la cultura
antigua, renacer en el medioevo (siglos XII-XIII), conocer una nueva
vida en nuestros días entre los semiólogos y otros nuevos cultores de la
retórica [véase Yates, 1955]. La memoria es la quinta operación de la
retórica: después de la inventio (encontrar algo que decir), la
dispositio (poner en orden lo que se ha encontrado), la elocutio
(agregar como adorno palabras e imágenes), la actio (recitar el discurso
como un actor con la dicción y los gestos) y finalmente la memoria
(memoria e mandare «recurrir a la memoria»).
Barthes observa: «Las primeras tres operaciones son
las más importantes... las últimas dos (actio y memoria) han sido
sacrificadas muy pronto, desde que la retórica no se ha apoyado más sólo
sobre discursos hablados (declamados) de abogados o de políticos o de
"conferencistas" (género apodíctico), sino también -y después casi
exclusivamente- sobre "obras" (escritas). Nadie duda sin embargo de que
estas dos partes presenten un gran interés. .. la segunda porque postula
un nivel de los estereotipos, una intertextualidad fija, transmitida
mecánicamente» [19641965].
No es necesario, en fin, olvidarse de que, junto al
emerger prodigioso de la memoria en el seno de la retórica, es decir de
un arte de la palabra ligado a lo escrito, la memoria colectiva
continúa desenvolviéndose a través de la evolución social y política del
mundo antiguo. Veyne [1973] ha puesto de relieve una confiscación de la
memoria colectiva realizada por los emperadores romanos, quienes se
valieron sobre todo del monumento público y de la inscripción, en aquel
delirio de la memoria epigráfica. Pero el senado romano, tiranizado y a
veces diezmado por los emperadores, encuentra un arma contra la tiranía
imperial. Es la damnatio memoriae, que hace desaparecer el nombre del
difunto emperador de los documentos del archivo y de las inscripciones
de los monumentos. Al poder ejercitado por medio de la memoria responde
la destrucción de la memoria.
3. La memoria medieval en Occidente
Mientras la memoria social «popular», o antes bien
«folclórica», se escapa casi enteramente, la memoria colectiva formada
por los estratos dirigentes de la sociedad experimenta, en el curso del
medievo, profundas transformaciones.
La esencial proviene de la difusión del
cristianismo como religión y como ideología dominante, y el cuasi
monopolio conquistado por la Iglesia en el campo intelectual.
Cristianización de la memoria y de la mnemotécnica,
subdivisión de la memoria colectiva en una memoria litúrgica que se
mueve en círculo y en una memoria laica de débil penetración
cronológica; desarrollo de la memoria de los muertos y ante todo de los
muertos santos; rol de la memoria en la enseñanza fundada sobre lo oral y
sobre lo escrito al mismo tiempo; aparición, en fin, de tratados de
memoria (artes memoriae): he aquí los lineamientos más característicos
de la metamorfosis operada por la memoria durante el medievo.
Si la memoria antigua estuvo fuertemente
compenetrada de religión, el judeo-cristiano ocasiona alguna cosa de más
y de diverso en la relación entre la memoria y la religión, entre el
hombre y Dios [véase Meier, 1975]. Algunos han podido definir el
judaísmo y el cristianismo, religiones ancladas ambas histórica y
teológicamente en la historia, como «religiones del recuerdo» [véase
Oexle, 1976, pág. 80]. Y eso por más acatamientos: porque actos divinos
de salvación situados en el pasado forman el contenido de la fe y el
objeto del culto, pero también porque el libro santo por un lado, la
tradición histórica por el otro insisten, en algunos puntos esenciales,
en la necesidad del recuerdo como momento religioso fundamental.
En el Antiguo Testamento es sobre todo el
Deuteronomio el que reclama el deber del recuerdo y de la memoria
constituyente. Memoria que es, en primer lugar, reconocimiento hacia
Yahvé, memoria fundadora de la identidad hebraica: «Guárdate de no
olvidar al Señor, tu Dios, ya sea dejando de observar sus mandamientos,
sus leyes y sus estatutos, que hoy yo te doy» [8, 11]; «que no sea otro
tu corazón, que no olvide al Señor, tu Dios, que te hará salir de la
tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud [ibid., 14]; «Recuerda al
Señor, tu Dios, porque es él quien te da fuerza para prosperar, para
mantener el pacto que juró a tus padres, como hoy, pero si olvidaras al
Señor, tu Dios, y siguieras a otros dioses, los sirvieras y te postraras
a ellos, te advierto hoy que ciertamente pereceréis» [ ibid., 18-19].
Memoria de la cólera de Yahvé: «Recuerda, no
olvidar, cuánto has irritado al Señor, tu Dios, en el desierto» [ibid.,
9, 7]. «Recuerda lo que hizo el Señor, tu Dios, a María, a lo largo del
camino, cuando saliste de Egipto» (Yahvé dejó a María leprosa porque
ella había hablado contra Moisés). Memoria de las injurias de los
enemigos: «Recuerda que cosa te hizo Amalec a lo largo del camino,
cuando saliste de Egipto, cuando se te adelantó por el camino y golpeó a
todos los débiles que estaban detrás, mientras tú estabas cansado y
exahusto: no temáis a Dios. Ahora, cuando el Señor, tu Dios, te haya
dado reposo de todos tus enemigos, alrededor, en la tierra que el Señor,
tu Dios, te da en herencia para que tú tomes posesión de ella, cancela
la memoria de Amalec bajo el cielo; no te olvides de esto» [ibid., 24,
17-19]. Y en Isaías [44, 21] se encuentra la invitación a recordar y la
promesa de la memoria entre Yahvé e Israel: «Acuérdate de estas cosas,
oh Jacob, y tú, Israel, puesto que tú eres mi siervo, yo te he formado:
tú eres mi siervo, Israel, no te olvidaré».
Toda una familia de palabras, en la base de las
cuales está la raíz z e kar (Zacarías en hebreo Zekar-yah «Yahvé se
acuerda»), hace del hebreo un hombre de tradición, ligado a su Dios de
la memoria y de la promesa susceptible de ser vencida [véase Childs,
1962]. El pueblo hebreo es el pueblo de la memoria por excelencia.
En el Nuevo Testamento la Ultima Cena funda la
redención sobre el recuerdo de Jesús: «Después tomó el pan, dio gracias,
lo partió y se los dio diciendo: "Este es mi cuerpo que es entregado
por vosotros. Haced esto en memoria mía"» [Lucas, 22, 19]. Juan coloca
el recuerdo de Jesús en una perspectiva escatológica: «Cuando haya
llegado el Abogado que de parte del Padre os mandaré, el Espíritu Santo,
que procede del Padre, dará testimonio de mí» [14, 26]. Y Pablo
prolonga este intento escatológico: «Todas las veces, en efecto, que
comáis de este pan y bebáis de este cáliz, anunciaréis la muerte del
Señor hasta que él venga» [I Corintios, 11, 26].
Así como entre los griegos (y Pablo está totalmente
empapado de helenismo), la memoria puede terminar en escatología, negar
la experiencia temporal y la historia. Será uno de los caminos de la
memoria cristiana.
Pero más corrientemente el cristiano está llamado a
vivir en la memoria de Jesús: «Es preciso ayudar a los débiles y
acordarse de las palabras del Señor Jesús» [Hechos de los Apóstoles, 20,
35]; «Acuérdate de Jesucristo, de la estirpe de David, resucitado de
entre los muertos» [Pablo, Epístola segunda a Timoteo, 2, 8], memoria
que no será abolida en la vida futura, en el más allá, si se presta fe a
cuanto Lucas hace decir de Abraham al rico malvado que está en el
infierno: «Hijo, acuérdate de que en tu vida has recibido tus bienes»
[16, 25].
Más históricamente, la enseñanza cristiana se
presenta como la memoria de Jesús transmitida por medio de los apóstoles
y de sus sucesores. Pablo escribe a Timoteo: «y cuanto de mí has oído
en presencia de muchos testigos, encomiéndolo a hombres fieles y capaces
de instruir también a otros» [Epístola segunda, 2, 2]. La enseñanza
cristiana es memoria, el culto cristiano es conmemoración [véase Dahl,
1948].
Agustín dejará en herencia al cristianismo medieval
una profundización y una adaptación cristiana de la teoría de la
retórica antigua sobre la memoria. En las Confesiones se nutre de la
concepción antigua de los loci y de las imagines de memoria, pero da a
éstos una extraordinaria profundidad y fluidez psicológica, hablando de
la «inmensa aula de la memoria» (in aula ingenti memoriae), de su
«cámara vasta e infinita» (penetrale amplum et infinitum).
«Llego ahora a los campos y a los vastos confines
de la memoria, donde reposan los tesoros de las innumerables imágenes de
toda clase de cosas introducidas por las percepciones; donde están
igualmente depositados todos los productos de nuestro pen-samiento,
obtenidos amplificando o reduciendo o de cualquier modo alterando las
percepciones de los sentidos, y todo eso que allí fue puesto al reparo y
aislado o que el olvido todavía no ha engullido y sepultado. Cuando
están allí dentro, evoco todas las imágenes que quiero. Algunas se
presentan al instante, otras se hacen desear largamente, casi son
extraídas de rinconcillos más secretos. Algunas se precipitan en oleadas
y, mientras busco a éstas y deseo otras, bailan en medio, con aire de
decirme: "¿No somos nosotras, por casualidad?" y yo las ahuyento con la
mano del espíritu del rostro del recuerdo, hasta que aquella que busco
se despeja y avanza desde los secretos a mi mirada; otras permanecen
dóciles, ordenadas en grupos, mano a mano las busco, las primeras se
retiran delante de las segundas y retirándose van a descansar donde
estarán, prontas a salir de nuevo, cuando quiera. Todo eso sucede cuando
hago un recuento de memoria» [citado en Yates, 1966].
Yates ha escrito que estas imágenes cristianas de
la memoria se han armonizado con las grandes iglesias góticas, en las
cuales es preciso tal vez ver un nexo simbólico de memoria. Y donde
Panofsky ha hablado de gótico y de escolástico es preciso tal vez hablar
también de arquitectura y de memoria.
Pero Agustín, actuando «en los campos y en los
antros, en las cavernas incalculables de mi memoria» [Confesiones, X,
17, 26], busca a Dios en el fondo de la memoria, pero no lo encuentra en
ninguna imagen ni en ningún lugar [ibid., 25, 36; 26, 37]. Con Agustín
la memoria se sumerge profundamente en el hombre interior, en el corazón
de aquella dialéctica cristiana del interior y del exterior de la cual
saldrán el examen de conciencia, la introspección y, quizá, también el
psicoanálisis.
Pero Agustín deja en herencia al cristianismo
medieval además una versión cristiana de la trilogía antigua de las tres
facultades del alma: memoria, intelligentia, providentia [véase
Cicerón, De inventione, II , 53, 160]. En su tratado De
Trinitate, la tríada deviene memoria, intellectus, voluntas, que son,
en el hombre, las imágenes de la Trinidad.
Si la memoria cristiana se manifiesta esencialmente
en la conmemoración de Jesús, en la liturgia anual que lo conmemora en
el Adviento de Pentecostés, a través de los momentos esenciales del
Nacimiento, de la Cuaresma , de la Pascua y de la Ascensión ,
coti-dianamente en la celebración eucarística, sobre un plano más
«popular», en cambio, se cristalizó principalmente sobre los santos y
sobre los muertos.
Los mártires eran los testigos. Después de su
muerte, cristalizaron en tomo a sus recuerdos la memoria de los
cristianos. Ellos aparecen en los libri memoriales, en los cuales las
iglesias registraban aquellos de quienes conservaban el recuerdo y que
eran objeto de sus plegarias. Así en el Liber memoria lis de Salzburgo,
del siglo VIII y en el de Newminster, del XI [véase Oexle, 1976, pág.
82].
Sus tumbas constituyeron el centro de iglesias, y
el lugar donde eran ubicadas tuvo, además de los nombres de confessio o
de martyrium, aquel significativo de memoria [véase Leclercq, 1933;
Ward-Perkins, 1965].
Agustín opone de modo sorprendente la tumba del
apóstol Pedro al templo pagano de Rómulo, la gloria de la memoria Petri
al abandono del templum Romuli [Enarrationes in psalmos, 44, 23].
Nacida del antiguo culto de los muertos y de la
tradición judaica de las tumbas de los patriarcas, esta práctica
encontró particular favor en África, donde la palabra deviene sinónimo
de reliquia.
A veces, en fin, la memoria no comportaba ni tumba ni reliquias, como en la iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla.
Los santos eran, por otra parte, conmemorados en el
día de su fiesta litúrgica (y los mayores podían tener más de una
fiesta, como san Pedro). Iacopo da Varazze nos explica en la Legenda
aurea, las tres conmemoraciones de éstas: la de la cátedra de Pedro, la
de san Pedro encadenado y la de su martirio (que recuerdan su elevación
al pontificado de Antioquía, sus prisiones, su muerte), y los simples
cristianos tomaron el hábito de festejar, además del día de su
nacimiento -usanza heredada de la antigüedad-, el día de su santo
patrono [véase Dürig, 1954].
La conmemoración de los santos en general tenía
lugar en el día conocido o presunto de su martirio o de su muerte. La
asociación de la muerte con la memoria asume en efecto rápidamente una
extensión enorme en el cristianismo, que la extrajo del culto pagano de
los antepasados y de los muertos, y la desarrolló.
Muy pronto surgió en la Iglesia la usanza de
recitar plegarias por los muertos. Y también muy pronto las iglesias y
las comunidades cristianas, como por otra parte lo hacían las
comunidades hebraicas, aceptaron tener libri memoriales (llamados, a
partir del siglo XVII solamente, necrologi u obituarii [véase
Huyghebaert, 1972]), en los cuales se registraban las personas, las
vivas y sobre todo las muertas, y las más de las veces benefactores de
la comunidad de quienes ésta pretendía conservar memoria y por las
cua-les se empeñaba en rogar. Análogamente, los dípticos en marfil que,
hacia el fin del imperio romano los cónsules acostumbraban ofrecer al
emperador cuando ingresaba en su cargo, fueron cristianizados y
sirvieron entonces para la conmemoración de los muertos. Las fórmulas
que invocan la memoria de estos hombres, cuyos nombres están inscriptos
sobre dípticos o en los libri memoriales, dicen todas la misma cosa:
«Quorum quarumque recolimus memoriam» "de aquellos y de aquellas cuya
memoria nosotros recordamos"; «qui in libello memoriali... scripti
memorantes » "aquellos que están inscriptos en el libro memorial a fin
de que de éste se sirva el recuerdo"; «quorum nomina ad memorandum
conscripsimus», "aquellos cuyos nombres nosotros habíamos escrito para
acordamos de ellos".
Al final del siglo XI la introducción del Liber
vitae del monasterio de San Benedetto de Polirone afirma, por ejemplo:
«El abad ha querido este libro, que permanecerá sobre el altar, a fin de
que todos los nombres de nuestros familiares que allí están inscriptos
estén siempre presentes alojo de Dios y a fin de que la memoria de todos
sea universalmente conservada por todo el monasterio ya en el momento
de la celebración de la misa, ya en todas las otras buenas obras»
[citado en Oexle, 1976, pág. 77]. A veces los libri memoriales
traicionan el fallo de aquellos que eran los encargados de tenerlos. Una
plegaria del Liber memorialis de Reichenau dice: "Los nombres que se me
habían ordenado registrar en este libro, pero que yo por negligencia he
olvidado, los recomiendo a Ti, oh Cristo, y a tu madre y a toda la
potestad celeste, a fin de que su memoria sea celebrada así aquí abajo
como en la beatitud de la vida eterna" [citado ibid., pág. 85].
Además del olvido, para los indignos allí estaba a
veces la irradiación de los libri memoriales. En particular, la
excomunión comportaba esta damnatio memoria e cristiana. El sínodo de
Reisbach, en el 798, dispone para un excomulgado que después de su
muerte nada se escriba a su memoria; y el vigésimo primer sínodo de
Elne, en el 1027, decreta a propósito de otros condenados que sus
nombres no sean leídos sobre el altar sagrado junto al de los fieles
muertos.
Muy pronto los nombres de los muertos habían sido
introducidos en el Memento del canon de la misa. En el siglo XI, bajo el
impulso de Cluny, se instituye una fiesta anual en memoria de todos los
fieles muertos, la conmemoración de los difuntos, el 2 de noviembre. El
nacimiento, hacia fines del siglo XII, "de un tercer lugar del más
allá, además del infierno y del paraíso, el purgatorio, del cual era
posible, gracias a misas, plegarias, limosnas, hacer salir en un tiempo
más o menos breve a los muertos que cada uno tenía en su corazón, volvió
más intensa la acción de los vivos en favor de la memoria de los
muertos. En todo caso, en el lenguaje corriente de las fórmulas
estereotipadas, la memoria entra en la definición de los muertos que son
lamentados: estos son «de buena», «de hermosa memoria» (bonae memoriae,
egregiae memoriae).
Con el santo, la devoción se cristalizaba en tomo
al milagro. Los exvotos, que prometían, o dispensaban reconocimiento en
vista a un milagro o después que éste había acaecido, y conocidos ya en
el mundo antiguo, tenían grandísima difusión en el medievo y conservaban
la memoria de los milagros [véase Bautier, 1975]. En compensación,
entre los siglos IV y XI hay una disminución de las inscripciones
funerarias [véase Aries, 1977, pág. 201 y sigs.].
Con todo, la memoria cumplía un rol considerable en
el mundo social, en el mundo cultural, en el mundo escolástico y, no
hay necesidad de decido, en las formas rudimentarias de la
historiografía.
El medioevo veneraba a los ancianos sobre todo porque veía en ellos a los hombres-memoria, prestigiosos y útiles.
Interesante, entre otros, un documento publicado
por Marc Bloch [1911, ed. 1963, I, pág. 478]. En tomo al 1250, cuando
san Luis estaba en la cruzada, los canónigos de Notre-Dame de París
decidieron imponer un tributo a sus siervos de la casa de OrIy. Estos
rehusaron pagarlo y la regente, Blanca de Castilla, fue llamada a
arbitrar en la controversia. Las dos partes expusieron algunos
testimonios de los ancianos, los que pretendían que, en memoria del
hombre, los siervos de OrIy estaban, o no estaban (y esto según el
partido que sostuvieran) sujetos a impuestos: «Ita usitatum est a
tempore a quo non exstat memoria», "así se operó desde tiempo
inmemorable fuera de memoria".
Guenée, buscando ilustrar el sentido de la
expresión medieval, «los tiempos modernos» (tempora moderna), después de
haber estudiado escrupulosamente la "memoria" del conde de Angio Falca
IV, el Rissoso, que en el 1096 escribió una historia de su apellido, del
canónigo de Cambrai Lamberto de Waltrelos, que en 1152 escribió una
crónica, y del dominico Etienne de Bourbon, autor, entre el 1250 y el
1260, de una colección de exempla, arriba a las siguiente conclusión:
«En el medievo, algunos historiadores definen los tiempos modernos como
el tiempo de la memoria, muchos saben que una memoria fiel puede cubrir
poco más o menos cien años; la modernidad, los tiempos modernos son pues
para cada uno de ellos el siglo en el cual están viviendo o han vivido los últimos años» [1976-1977 pág. 35].
Por lo demás un inglés, Gautier Map, escribe a
fines del siglo XII: «Esto ha comenzado en nuestra época. Por "época
nuestra" entiendo el período que para nosotros es moderno, eso es la
extensión de estos cien años de los que ahora vemos el término, y de los
cuales todos los acontecimientos relevantes están ahora bastante
frescos y presentes en nuestras memorias, ante todo porque algunos
centenarios aún están con vida, pero también porque una cantidad
innumerable de hijos poseen, transmitidos a ellos por boca de sus padres
y de sus abuelos, relatos certísimos de lo que ellos no han visto
personalmente» [citado ibid. ].
No obstante, en estos tiempos en los que lo escrito
se está desarrollando al lado de lo oral, y en los que, al menos entre
el grupo de los litterati, existe equilibrio entre memoria oral y
memoria escrita, se intensifica el recurso a lo escrito como soporte de
la memoria.
Los señores recogen en los cartularii los
documentos que exhiben la base de sus derechos y que constituyen, por
parte de la tierra, la memoria feudal, la otra mitad de los cuales, por
parte de los hombres, está constituida por las genealogías. La
introducción a la carta concedida en 1174 por Guy, conde de Nevers, a
los habitantes de Tonnerre, declara que las cartas han sido empleadas
«para conservar la memoria de las cosas». En efecto, lo que se pretende
retener y aprender de memoria se lo redacta por escrito, de modo que,
cuando no se puede retenerlo indefinidamente en la memoria «frágil y
lábil», se conserve gracias a las cartas «que duran por siempre».
Por largo tiempo los reyes no tuvieron sino
archivos pobres y ambulantes. Felipe Augusto dejó los suyos, en el 1194,
en la derrota infligida en Fréteval por Ricardo Corazón de León. Los
archivos de las cancillerías reales comienzan a constituirse en torno al
1200. En el siglo XIII se desarrollan, por ejemplo en Francia, los
archivos de la Cámara de los Condes (las escrituras reales de interés
financiero están recogidas en registros que llevan el significativo
nombre de memoriaux «memoriales») y los del Parlamento. A partir del
siglo XII en Italia, y del XIII y sobre todo el XIV en otras partes,
proliferaron los archivi notarili [véase Favier, 1958, págs. 13-18]. Con
el desarrollo de las ciudades se constituyen los archivos urbanos,
celosamente custodiados por cuerpos municipales. La memoria urbana para
estas instituciones nacientes y amenazantes es aquí en efecto identidad
colectiva, comunitaria. Respecto de éstos, Génova es pionera: forma sus
propios archivos desde 1127 y existen registros notariales de la mitad
del siglo XII hasta ahora conservados. El siglo XIV conoce los primeros
inventarios de archivos (Carlos V en Francia el papa Urbano V para los
archivos pontificios en el 1366, la monarquía inglesa en el 1381). En el
1356 por primera vez un tratado internacional (la paz de París entre el
Delfín y Saboya) se ocupa de la suerte de los archivos de los países
contrayentes [véase Bautier, 1961, págs. 11261128].
En el campo literario la oralidad se mantiene muy
próxima a la escritura, y la memoria es uno de los elementos
constitutivos de la literatura medieval. Esto es cierto especialmente
para los siglos XI-XII y para la Chanson de geste, que no recurre sólo a
procedimientos de memorización por parte del trovador (troubadour) y
del juglar como también por parte de los oyentes, sino que se integra en
la memoria colectiva, como bien ha observado Zurnthor a propósito del
«héroe» épico: «El "héroe" no existe... sino en el canto, pero no existe
menos en la memoria colectiva de la cual participan los hombres, poeta y
público» [1972].
Una función semejante tiene la memoria en la
escuela. Respecto del alto medievo, Riché afirma: «El escolar debe
registrar todo en su propia memoria. No se insistirá más sobre esta
actitud intelectual que caracteriza y que durante largo tiempo también
caracterizará no sólo al mundo occidental, sino también al Oriente. Como
el joven musulmán y el joven hebreo, el escolar cristiano debe saber de
memoria los textos sagrados. En primer lugar el salterio, que aprende
más o menos rápidamente (a algunos les lleva muchos años); después, si
es monje, la regla benedictina [ Coutumes de Murbach, 111, 80]. En esta
época, aprender de memoria es saber. Los maestros, retomando los
consejos de Quintiliano [ Inst. orat., XI, 2] de Marciano Capella [ De
nuptiis, cap. V] auspician que sus alumnos se ejerciten en memorizar
todo lo que lean [Alcuino, De Rhetorica, ed. Halm, págs. 545-48].
Imaginan varios métodos mnemotécnicos, componen poemas alfabéticos
(versus memoriales) que permiten recordar fácilmente gramática, cálculo,
historia» [1979, pág. 218]. En este modo que pasa de la oralidad a la
escritura se multiplican, conforme a las teorías de Goody, los
glosarios, los léxicos, las listas de ciudades, montañas, ríos, océanos,
que se deben aprender de memoria, como indica en el siglo XI Rábano
Mauro [ De universo libri viginti duo, en Migne, Patrologia latina, CXI,
col. 335].
En el sistema universitario escolástico, desde
finales del siglo XII en adelante, permanece amplio el recurso de la
memoria, fundado todavía más sobre la oralidad que sobre la escritura.
No obstante el aumento de manuscritos escolásticos, la memorización de
los cursos magistrales y de los ejercicios orales (disputas, quodlibet,
etc.) perdura como la esencia del trabajo de los estudiantes.
Entretanto las teorías de la memoria se desarrollan en la retórica y en la teología.
En el De nuptiis Mercurii et Philologiae del siglo
V, el orador pagano Marciano Capella retoma, con palabras ampulosas, la
distinción clásica entre los loci y las imagines, entre una «memoria por
las cosas» y una «memoria por las palabras». En el tratado de Alcuino
De rhetorica se ve a Carlomagno informarse de las cinco partes de la
retórica y llegar a la memoria: «CARLOMAGNO, ¿Y ahora qué cosa te
aprestas a decir en tomo de la Memoria , que considero la parte más
notable de la retórica?
»ALCUINO, ¿Qué otra cosa puedo hacer, sino repetir
las palabras de Marco Tulio? La memoria es el arca de todas las cosas y
si es que ésta no se ha hecho custodia de lo que se ha pensado sobre
cosas y palabras, sabemos que todas las otras dotes del orador, por
excelentes que puedan ser, se reducen a nada.
»CARLOMAGNO, ¿No hay reglas que enseñen cómo ésta puede ser adquirida y acrecentada?
»ALCUINO, No tenemos otras reglas respecto de
éstas, a no ser el ejercicio de aprender de memoria, la práctica en el
escribir, la aplicación al estudio y evitar la embriaguez» [citado en
Yates, 1966].
Alcuino ignoraba manifiestamente la Rhetorica ad
Herennium que, a partir del siglo XII, en el momento en que se
multiplican los manuscritos, fue atribuida a Cicerón (de quien el De
oratore está prácticamente ignorado, así como está ignorada la
lnstitutio oratoria de Quintiliano).
A partir de finales del siglo XII la retórica
clásica asume la forma de ars dictaminis, epistolografía para uso
administrativo, de la que Bologna se convierte en el gran centro. Es
aquí donde, en el 1235, se escribe el segundo de los tratados de este
género, compuesto por Boncompagno da Signa, la Rhetorica novissima,
donde la memoria en general está definida de este modo: «Qué es memoria.
Memoria es un glorioso y admirable don de la naturaleza, por medio del
cual se evocan las cosas pasadas, se abarcan las presentes y contemplan
las futuras, gracias a su semejanza con las pasadas» [citado, ibid.,
pág. 54]. Luego de esto, Boncompagno advierte la distinción fundamental
entre memoria natural y memoria artificial. Para esta última,
Boncompagno ofrece una larga lista de «signos de memoria» extraídos de
la Biblia , entre los cuales, por ejemplo, el canto del gallo es para
san Pedro un «signo mnemónico».
Boncompagno integra a la ciencia de la memoria los
sistemas esenciales de la moral cristiana del medievo, las virtudes y
los vicios de los que proporciona los signacula, de las «notas
mnemotécnicas» [ ibid., pág. 55], Y quizá sobre todo, más allá de la
memoria artificial, pero como «fundamental ejercicio de memoria», el
recuerdo del paraíso y del infierno, o más bien la «memoria del paraíso»
y la «memoria de las regiones infernales», en un momento en el que la
distinción entre purgatorio e infierno no está todavía enteramente
trazada. Innovación importante que, después de la Divina Comedia ,
inspirará las innumerables representaciones del infierno, del purgatorio
y del paraíso que, las más de las veces, deben considerarse los
«lugares de memoria», cuyas casillas recuerdan las virtudes y los
vicios. Es «como los ojos de la memoria», afirma Yates [ibid.] como
deben verse los frescos del Giotto en la capilla de los Scrovegni de
Padua, los del Buongoverno y del Malgoverno de Ambrogio Lorenzetti en el
Palacio comunal de Siena. El recuerdo del paraíso, del purgatorio y del
infierno encontrará su máxima expresión en el Congestorium artifieiosae
memoriae (1520) del dominico alemán Johannes Romberch, quien conoce
todas las fuentes antiguas del arte de la memoria y se basa sobre todo
en Tomás de Aquino. Romberch, después de haber lle-vado a su grandeza el
sistema de los loci y de las imagines, bosqueja un sistema de memoria
enciclopédica donde la experiencia medieval se abre al espíritu del
Renacimiento. Pero, entre tanto, la teología había transformado la
tradición antigua -de la memoria como parte de la retórica.
En la línea de san Agustín, san Anselmo y el
cisterciense Ailred de Rievaux retornan la tríada intellectus, voluntas,
memoria, de las que Anselmo hace las tres «dignidades» (dignitates) del
alma; pero en el Monologion la tríada se convierte en memoria,
intelligentia, amor. Puede darse memoria e inteligencia sin amor; pero
no puede darse amor sin memoria y sin inteligencia. Análogamente, Ailred
de Rievaux, en su De anima, está preocupado sobre todo por colocar la
memoria entre las facultades del alma.
En el siglo XIII los dos grandes dominicos, Alberto
Magno y Tomás de Aquino, conceden un puesto importante a la memoria. A
la retórica antigua, a Agustín, le añaden sobre todo Aristóteles y
Avicena. Alberto trata de la memoria en el De bono, en el De anima y en
su comentario al De memoria et reminiscentia de Aristóteles. Activa la
distinción aristotélica de memoria y reminiscencia. Está en la línea del
cristianismo del «hombre interior», incluyendo la intención (intentio)
en la imagen de memoria; él intuye el rol de la memoria en lo imaginario
concediendo que la fábula, lo maravilloso, las emociones que conducen a
la metáfora (metaphorica) ayudan a la memoria, pero, ya que la memoria
es un subsidio indispensable de la prudencia, es decir de la sabiduría
(imaginada como una mujer con tres ojos, capaz de ver las cosas pasadas,
las presentes y las futuras), Alberto insiste sobre la importancia del
aprendizaje de la memoria, sobre las técnicas mnemónicas. Por último,
Alberto, como buen «naturalista», pone la memoria en relación con los
temperamentos. Para él el temperamento más favorable a una buena memoria
es «la melancolía seco-cálida, la melancolía intelectual» [citado
ibid., pág. 64]. Alberto Magno precursor de la «melancolía» del
Renacimiento, en la cual ¿debería verse un pensamiento y una
sensibilidad del recuerdo? El melancólico Lorenzo de Médicis suspira: «y
si no fuese el recordar todavía / consolador de los afligidos amantes /
habría puesto Muerte a tantas penas».
Prescindiendo de toda otra disposición, Tomás de
Aquino era particularmente apto para tratar de la memoria: su memoria
natural era, según parece, fenomenal, y su memoria artificial había sido
ejercitada por la enseñanza de Alberto Magno en Colonia.
Tomás de Aquino, como Alberto Magno, trata en la
Summa Theologiae de la memoria artificial a propósito de la virtud de la
prudencia [2ª - 2æ, q. 68: De partibus Prudentiae; q. 69: De singulis
prudentiae partibus, arto 1: Utrum memoria sit pars prudentiae] y, como
Alberto Magno, escribió un comentario al De memoria et reminiscentia de
Aristóteles. Partiendo de la doctrina clásica de los loei y de las
imagines, formuló cuatro reglas mnemónicas:
1) Sucede encontrar «adecuados simulacros de las
cosas que deseamos recordar», y: «Es necesario, según este método,
inventar simulacros e imágenes para que intenciones simples y
espirituales salgan fácilmente del alma, a menos que no estén, por así
decir, encadenadas a algún símbolo corpóreo, porque el conocimiento
humano es más fuerte en relación con los sensibilia; por esto el poder
mnemónico está puesto en la parte sensitiva del alma» [citado ibid.,
pág. 69]. La memoria está ligada al cuerpo.
2) Sucede también disponer «en un orden calculado
las cosas que se desean recordar, de modo que al recordar un punto, se
facilite el pasaje al punto sucesivo [ibid.]. La memoria es razón.
3) Sucede «adherirse con vivo interés a las cosas
que se desean recordar» [ibid.]. La memoria está ligada a la atención y a
la intención.
4) Sucede meditar «con frecuencia lo que se desea
recordar». He aquí por qué Aristóteles dice que la «meditación preserva
la memoria» puesto que «el hábito es como la naturaleza» [ibid.].
La importancia de estas reglas deriva de la
influencia por ellas ejercida, durante siglos, sobre todo del XIV al
XVII, sobre los teóricos de la memoria, sobre los teólogos, sobre los
pedagogos, sobre los artistas. Yates piensa que los frescos, de la
segunda mitad del siglo XIV, del Cappellone degli Spagnoli en el
convento dominico de Santa Maria Novella en Florencia son la ilustración
(realizada utilizando «símbolos corpóreos» tendientes a designar las
artes liberales y las disciplinas teológico-filosóficas) de las teorías
tomistas sobre la memoria.
El dominico Giovanni de San Gimignano, en la Summa
de exemplis ac similitudinibus rerum, transcribe, al principio del siglo
XIV, en breves fórmulas las reglas tomistas: «Hay cuatro cosas que
ayudan al hombre a recordar bien. La primera es que disponga las cosas
que desea recordar en un cierto orden. La segunda es que se adhiera a
ellas con pasión. La tercera es que las conduzca a semejanzas insólitas.
La cuarta es que la convoque con frecuente meditación» [citado ibid.,
pág. 79].
Poco más tarde, otro dominico del convento de Pisa,
Bartolomeo de San Concordio, retorna las reglas tomistas de la memoria
en sus Ammaestramenti degli antichi, la primera obra que había tratado
del arte de la memoria en lengua vulgar, en italiano, porque estaba
destinada a laicos.
Entre las muchas artes memoriae del bajo medioevo,
época de su gran florecimiento (así como la de las artes moriendi), se
puede citar la Phoenix sive artificiosa memoria (1491) de Pietro de
Ravenna, que fue, parece, el más difundido de estos tratados. Tuvo
muchas ediciones durante el siglo XVI y fue traducido a varias lenguas,
por ejemplo por Robert Copland en Londres en torno al 1548, con el
título The Art of Memory that is Otherwise Called the Phoenix.
Erasmo, en el De ratione studii (1512), es ante
todo frío en las confrontaciones de la ciencia mnemónica: «A pesar de
que no niego que la memoria pueda ser ayudada por lugares e imágenes,
también la mejor memoria se funda sobre tres cosas de la máxima
importancia: estudios, orden y preocupación» [citado ibid., pág. 119].
Erasmo, en el fondo, considera el arte de la memoria como un ejemplo de
la barbarie intelectual medieval y escolástica, y pone sobre todo en
guardia contra las prácticas mágicas de la memoria.
Melantone en sus Rhetorica elementa (1534)
prohibirá a los estudiantes hacer uso de las técnicas, de los «trucos»
mnemotécnicos. Para él la memoria forma una unidad con el normal
aprendizaje del saber.
No podemos apartamos del medievo sin recordar a un
teórico, originalísimo también en este campo de la memoria, Raimundo
Lulio. Después de haber hablado de la memoria en varios tratados,
Raimundo Lulio compuso tres tratados, De memoria, De intellectu y De
voluntate (tomó pues los procedimientos de la Trinidad agustina), sin
contar un Liber ad
30 www.cholonautas.edu.pe / Biblioteca Virtual de
Ciencias Sociales memoriam confirmandam. Muy diversas de las artes
memoriae dominicanas, el ars memoriae de Raimundo Lulio es «un método de
investigación y un método de investigación lógica» [ibid., pág. 170]
que está iluminado por el Liber septem planetarum del mismo Lulio. Los
secretos del ars memorandi están ocultos en los siete planetas. La
interpretación neoplatónica del lulismo en la Florencia del Quattrocento
(Pico della Mirandola) indujo a ver en su ars memoriae una doctrina
cabalística, astrológica y mágica la que, en tal modo, estaba por tener
una vasta influencia en el Renacimiento.
4. Los progresos de la memoria escrita y representada del Renacimiento a nuestros días
La imprenta revoluciona la memoria occidental, pero
lentamente. Aún más lentamente la revoluciona en China, donde, si bien
la imprenta había sido inventada a fines del IX d.c., no se conocían los
caracteres móviles, la tipografía, y se contentaron con la xilografía,
un tipo de impresión por, medio de letras grabadas en relieve, hasta que
se introdujeron, en el siglo XIX, los procedimientos mecánicos
occidentales.
La imprenta no pudo operar sólidamente en China,
pero sus efectos sobre la memoria (al menos entre las clases cultas)
fueron importantes, puesto que se imprimieron sobre todo tratados
científicos y técnicos que aceleraron y extendieron la memorización del
saber.
De modo diverso sucedió en Occidente. Leroi-Gourhan
ha caracterizado bien esta revolución de la memoria por obra de la
imprenta: «Hasta la aparición de la imprenta... es difícil distinguir
entre transmisión oral y transmisión escrita. El grueso de los
conocimientos está sepultado en las prácticas orales y en las técnicas;
el punto más alto de los conocimientos, invariablemente encuadrado desde
la antigüedad, está fijado en el manuscrito para ser aprendido de
memoria... Diferente es el caso de lo impreso... El lector no sólo se
encuentra frente a una memoria colectiva enorme de la que no tiene más
la posibilidad de fijar integralmente la materia, sino que muchas veces
se encuentra en condiciones de utilizar escritos nuevos. Se asiste
entonces a la siempre mayor exteriorización de la memoria, individual;
el trabajo de orientación en lo que está escrito se hace desde el
exterior» [1964-1965].
Pero los efectos de la imprenta no se harán sentir
plenamente sino en el siglo XVIII, cuando el progreso de la ciencia y de
la filosofía haya transformado el contenido y los mecanismos de la
memoria colectiva. «El siglo XVIII marca en Europa el fin del mundo
antiguo sea tanto en la imprenta cuando en las técnicas... En el giro de
algún decenio la memoria social engulle en los libros toda la
antigüedad, la historia de los grandes pueblos, la geografía y la
etnografía de un mundo convertido definitivamente en esférico, la
filosofía, el derecho, las ciencias, las artes, las técnicas y una
literatura traducida de veinte lenguas diversas. El flujo se va
agrandando hasta nosotros, hechas las debidas proporciones, ningún
momento de la historia humana ha asistido a una tan rápida dilatación de
la memoria colectiva. En el Settecento encontramos ya por lo tanto
todas las fórmulas utilizables para dar al lector una memoria
preconstituida» [ibid.].
Precisamente en este período que separa el fin del
medievo y los inicios de la imprenta y el principio del Settecento,
Yates ha individulizado la larga agonía del arte de la memoria. En el
Cinquecento «parece que el arte de la memoria se esté alejando de los
grandes centros neurálgicos de la tradición europea para devenir
marginal» [1966].
Si bien opúsculos con el título Cómo mejorar tu
memoria no habían dejado de publicarse (y esto continúa todavía en
nuestros días), la teoría clásica de la memoria, formada en la
antigüedad grecorromana y modificada por la escolástica, que ha sido
central en la vida universitaria, literaria (una vez más se piensa en la
Divina Comedia ) y artística del medievo, desaparece casi enteramente
del movimiento humanístico, pero la corriente hermética, de la que Lulio
había sido uno de los fundadores, y que Marsilio Ficino y Pico della
Mirandola habían definitivamente lanzado, se desarolló de forma
considerable hasta comienzos del Seicento.
Ella inspira en primer lugar a un curioso
personaje, en sus tiempos célebres en Italia y en Francia, luego
olvidado, Giulio Camillo Delminio, «el divino Camillo» [véase ibid .].
Este veneciano, nacido en tomo a 1480 y muerto en Milán en 1544,
construyó en Venecia, y después en París, un teatro de madera, del que
no se tiene ninguna descripción, pero que se puede suponer que semejase
al teatro ideal del mismo autor descrito en la Idea del teatro,
publicado después de su muerte, en Venecia y en Florencia, en 1550.
Construido sobre los principios de la ciencia mnemónica clásica, este
teatro es en efecto una representación del universo que se desarrolla a
partir de las primeras causas pasando a través de las diversas fases de
la creación. Las bases de este teatro son los planetas, los signos del
zodíaco y los presuntos tratados de Hermes Trimegisto, el Asclepius, en
la traducción latina conocida en el medioevo, y el Corpus Hermeticum, en
la traducción latina de Marsilio Ficino. El Teatro de Camillo está
colocado nuevamente en el Renacimiento veneciano del primer Cinquecento,
y esta vez el arte di memoria está puesto nuevamente en este
Renacimiento, y en particular en su arquitectura. Si, influido por
Vitruvio, Palladio (particularmente en el Teatro Olímpico de Venecia),
influido probablemente por Camillo, no ha ido hasta el fondo de la
arquitectura teatral basada sobre una teoría hermética de la memoria, es
quizás en Inglaterra donde estas teorías han conocido su más bello
florecimiento. De 1617 al 1621 fueron publicados en Oppenheim, en
Alemania, los dos volúmenes del Utriusque cosmi maioris scilicet et
minoris metaphysica, physica atque techni-ca historia de Robert Fludd,
en el cual se encuentra la teoría hermética del teatro de la memoria,
transformado esta vez de rectangular en redondo (ars rotunda en lugar
del ars quadrata), que Yates piensa que haya tenido utilización práctica
en el famoso Globe Theater de Londres, el teatro de Shakespeare
[ibid.].
Con todo, las teorías ocultistas de la memoria
habían encontrado su máximo teorizador en Giordano Bruno, y tales
teorías tuvieron una función decisiva en las persecuciones, en la
condena eclesiástica y en la ejecución del célebre dominico. En el
hermoso libro de Frances Yates pueden leerse los detalles de tales
teorías, expresadas principalmente en el De umbris idearum (1582), en el
Cantus Circaeus (1582), en el Ars reminiseendi, explicatio triginta
sigillorum ad omnium scientiarum et artium inventionem, dispositionem et
memoriam (1583), en el Lampas triginta statuarum (1587), en el De
imaginum, signorum et idearum compositione (1591). Basta aquí decir que
para Bruno las ruedas de la memoria funcionaban por magia y que «tal
memoria habría sido la memoria de un hombre divino, de un mago provisto
de poderes divinos, gracias a una imaginación moderada por la acción de
los poderes cósmicos. Y tal experimento debía apoyarse sobre el
presupuesto hermético de que la mens del hombre es divina, ligada en su
origen a quienes gobiernan las estrellas, hábiles ya en meditar, ya en
dominar el universo» [ibid.].
Finalmente en Lyon, en 1617, un tal Johannes Paepp
revelaba en su Schenkelius detectus: seu memoria artificialis hactenus
occultata que su maestro Lamberto Schenkel, quien había publicado dos
tratados sobre la memoria (De memoria, 1593; Gozophylacium, 1610)
aparentemente fieles a las teorías antiguas y escolásticas, era en
realidad un adepto oculto del hermetismo. Fue el canto del cisne del
hermetismo mnemónico. El método científico que el Seicento habría
elaborado debía destruir este segundo brazo del ars memoriae medieval.
Ya el protestante francés Pedro Ramo, nacido en
1515 y víctima en 1572 de la matanza de San Bartolomé, en sus Scholae in
liberales artes (1569) adelantaba la instancia de sustituir las
antiguas técnicas de memorización por técnicas nuevas fundadas sobre el
«orden dialéctico», sobre un «método». Reivindicación de la inteligencia
contra la memoria que no habría cesado, hasta nuestros días, de
inspirar una corriente «antimemoria», que reclama, por ejemplo en los
programas escolásticos, la desaparición o la disminución de las materias
llamadas mnemónicas, mientras los psicopedagogos, como Jean Piaget, han
demostrado, como se ha visto, que memoria e inteligencia, lejos de
combatirse, se sostienen de manera victoriosa.
De cualquier modo que sea, Francis Bacon, hacia el
1620, escribe: «También ha sido elaborado y puesto en práctica un
método, que no es en realidad un método legítimo, sino un método de
falsedad: éste consiste en comunicar conocimiento en forma tal que,
quien no tenga cultura, pueda rápidamente ponerse en condiciones de
ofrecer muestra de tenerla. Tal fue el propósito de Raimundo Lulio...»
[citado ibid. ]
En el mismo período, Descartes polemiza, en las
Cogitationes privatae (1619-1621), con las «inútiles bagatelas de
Schenkel (en el libro De arte memoriae)» y propone dos «métodos» lógicos
con el fin de adquirir señoría sobre la imaginación: «Se actúa a través
de la reducción de las cosas a sus causas. Y puesto que todas se
pueden, finalmente, reducir a una, es evidente que no hay necesidad de
memoria para retener todas las ciencias» [citado ibid. ].
Quizá sólo Leibniz intentó, en los manuscritos
todavía inéditos conservados en Hannover [véase ibid. ], reconciliar el
arte de memoria de Lulio, por el designada con el nombre de
«combinatoria», con la ciencia moderna. Las ruedas de la memoria de
Lulio, retornadas por Giordano Bruno, son accionadas por signos, por
notae, por caratteri, por sigilli. Es suficiente, parece pensar Leibniz,
hacer de las notae el lenguaje matemático universal. Matematización de
la memoria, todavía hoy impresionante, a mitad del camino entre el
sistema luliano medieval y la cibernética moderna.
Sobre este período de la «memoria en expansión»
(como lo ha llamado Leroi-Gourhan) se observará ahora el testimonio del
vocabulario. Se lo hará, para la lengua francesa, considerando los dos
campos semánticos nacidos de µ ?? µ ? y de memoria.
El medievo ha dado la palabra central mémoire,
aparecida ya en los primeros monumentos de la lengua, en el siglo XI. En
el siglo XIII se agrega mémorial (relativo, se ha visto, a las cuentas
financieras) y, en el 1320, mémoire, en masculino: la expresión un
mémoire designa un expediente administrativo. La memoria se hace
burocrática, al servicio del centralismo monárquico que entonces se va
constituyendo. En el siglo XV ve la aparición de mémorable, en aquella
época de apogeo de las artes memoriae y de reflorecimiento de la
literatura antigua; memoria tradicionalista. El siglo XVI (1552)
aparecen los mémoires escritos por un personaje en general de relieve:
es el siglo en el que nace la historia y en el que se afirma el
individuo. El siglo XVIII da, en el 1726, el mémorialiste y, en el 1777,
el memorandum, deducido del latín por mediación del inglés. Mémorie
periodístico y diplomático: es el ingreso de la opinión pública,
nacional e internacional, que se crea también ella sobre la memoria. La
primera mitad del siglo XIX asiste a una sólida creación de nuevos
términos: amnésie, introducido en el 1803 por la ciencia médica,
mnémonique (1800), mnémotechnie (1823), mnémotechnique (1836),
mémorisation, creado en 1847 por pedagogos suizos: un grupo de términos
que testimonia los progresos de la enseñanza y de la pedagogía; y,
finalmente aide-mémoire, que muestra, en el 1853, cómo la vida cotidiana
está calada por la necesidad de memoria. Finalmente, en 1907 el pedante
mémoriser parece resumir la influencia alcanzada por la memoria en
expansión.
Todavía el siglo XVIII, como ha hecho observar
Leroi-Gourhan, tiene una función decisiva en esta ampliación de la
memoria colectiva: «Los diccionarios alcanzan sus límites en las
enciclopedias de todo tipo publicadas tanto para uso de las fábricas y
de los artesanos, como de los eruditos puros. El primer empuje verdadero
de la literatura técnica se coloca en la segunda mitad del siglo
XVIII... El diccionario representa una forma muy evolucionada de memoria
externa en el que, sin embargo, el pensamiento se encuentra despedazado
al infinito; la Grande Encyclopédie de 1751 es una serie de pequeños
manuales englobados en un diccionario. .. La enciclopedia es una memoria
alfabética parcelaria en la que cada engranaje aislado contiene una
parte animada de la memoria total. Entre el autómata de Vaucanson y la
Encyclopédie , su contemporánea, se da el mismo vínculo que existe entre
la máquina electrónica y el integrador dotado de memoria de hoy»
[1964-1965].
La memoria hasta entonces acumulada explotará en la revolución de 1789. ¿Y no fue aquella el gran detonante de ésta?
Mientras los vivos pueden disponer de una memoria
técnica, científica, intelectual siempre rica, la memoria parece
alejarse de los muertos. De fines del Seicento a fines del Settecento, y
de cualquier modo que sea en la Francia de Philippe Aries y de Michel
Vovelle, la conmemoración de los muertos va declinando. Las tumbas,
incluidas las de los reyes, se hacen muy simples. Las sepulturas son
abandonadas a la naturaleza y los cementerios, desiertos y mal cuidados.
Pierre Muret, en sus Cérémonies funebres de toutes les nations [1675],
encuentra particularmente impresionante en Inglaterra el olvido de los
muertos, y lo atribuye al protestantismo: para los ingleses, en efecto,
evocar la memoria de los difuntos evidenciaría mucho de papismo. Michel
Vovelle [1974] cree descubrir que en la edad de las luces se quiere
«eliminar la muerte». Al otro día de la revolución francesa tiene lugar
un retorno a la memoria de los muertos, ya en Francia, ya en otros
países europeos. Se abre la gran época de los cementerios, con nuevos
tipos de monumentos y de inscripciones funerarias, con el rito de la
visita al cementerio. La tumba separada de la iglesia ha pasado a ser
centro de recuerdo. El romanticismo acentúa la atracción del cementerio
ligado a la memoria.
El siglo XIX observa una explosión de espíritu
contemplativo ya no más en la esfera del saber como en el siglo XVIII,
sino en la esfera de los sentimientos y también, es cierto, de la
educación.
¿Fue la revolución francesa quien dio el ejemplo?
Mona Ozouf ha caracterizado bien esta utilización de la fiesta
revolucionaria al servicio de la memoria. «Conmemorar» forma parte del
programa revolucionario: «Todos los compiladores de calendarios y de
fiestas están de acuerdo en la necesidad de sostener con la fiesta el
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